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miércoles, 7 de octubre de 2015

Relatos: Tristan da Cunha

El despertador sonó y abrió los ojos. El sol entraba por la ventana y el cantar de los pájaros le robó una sonrisa. Pese al cansancio acumulado en las últimas horas se levantó de un salto, tenía poco más de una hora para desayunar, vestirse y llegar al puerto. 

El hostal que le había facilitado el gobierno británico en Clifton era tranquilo y acogedor, situado bajo la falda de la montaña con vistas al océano. Cogió el teléfono y pidió un taxi que no tardó en llegar. Desayunó tan rápido como pudo, revisó los cajones por última vez antes de irse y salió al exterior cuando escuchó el claxon. 

—Buenos días señorita —saludó el conductor en perfecto inglés pese a sus rasgos asiáticos—. Permítame que le ayude con el equipaje.
El conductor era un joven de unos treinta años, pelo moreno y fino bigote. Cargó las maletas en un momento y cuando todo estuvo listo se sentó tras el volante. 

—¿A dónde se dirige? Si no es mucho preguntar —dijo el conductor cuando ella le indicó el destino—, es mucho equipaje…

—Me han ofrecido un puesto de trabajo en la isla de Tristan da Cuhna —contestó educadamente—, como profesora. 

—¿Tristan? —espetó—. Es un sitio bastante alejado, ¿cuántos días dura el viaje en barco? ¿Una semana?

—Entre seis o siete días, si la climatología lo permite.

Recorrieron la costa, dejando atrás Clifton, para adentrarse en una zona residencial que cruzaba la bahía de Bantry. El conductor hizo las veces de guía, explicándole anécdotas de la periferia y mostrándole los edificios más emblemáticos de la zona.

Poco antes de llegar a su destino, el conductor se desvió para así pasar por una carretera con vistas al majestuoso estadio de Ciudad del Cabo. En poco más de veinte minutos llegaron al puerto, y nada más entrar, divisó un ferry de color blanco con franjas marrones. A medida que se fueron acercando se percató de que las franjas no eran pintura sino óxido que destacaba entre la blancura del navío. La cubierta llena de redes y cajones de mercancía se alejaba mucho a la idea que había tenido sobre el MV Edimburgh.

—Tiene un aspecto viejo —intervino el conductor al ver la cara de la profesora—, pero es resistente y su capitán es un experto marinero.

—Ya puede serlo. Tan solo con imaginar que tengo que adentrarme en el Atlántico dentro de eso —habló arrugando la nariz—, me pongo mala…

El taxi paró junto a la entrada y el conductor salió del vehículo abriéndole la puerta. Un hombre con el pelo canoso y barba de tres días estaba apoyado en la pared. Vestía unos pantalones gruesos y una chaqueta de color azul, fumaba un cigarrillo que lanzó al suelo nada más verla salir. Lo aplastó con sus botas y se ajustó la chaqueta.

—¿Es la señorita Morris?

—Sí, la misma. ¿Quién es usted?

—Soy Brandon Green, y es mi responsabilidad acompañarla al Edimburgh e indicarle cual es su camerino.

—Muchas gracias —agradeció mirando de reojo sus pertenencias que ya estaban todas sobre un carro—. Gracias a ti también, Neil.

El conductor le sonrió y se despidió de ella antes de subir en el coche, y marcharse de allí. Brandon se acercó al carro y empujándolo caminó hasta el interior del edificio.

—¿Sabe a qué hora zarpamos?

—Cuando embarquemos comenzaremos con los preparativos de desatraque.

—¿Usted también viene? —preguntó sorprendida.

—Me temo que sí —exclamó—. No se lo he dicho pero… soy el capitán.

—¿Y a qué se debe el honor de que venga el capitán en persona a buscarme?

El capitán tampoco era lo que se había imaginado, pero era de esperar viendo el estado en el que se encontraba el barco.

—Pues como supongo que ya sabrá, es la primera persona no originaria de Tristan da Cunha que tendrá el honor y privilegio de vivir allí.

—¿La primera? —espetó descolocada.

—Exacto. ¿No es la nueva profesora? Debería de saber un poco de la historia del lugar donde va a comenzar una nueva vida, ¿no cree? —añadió el capitán, mirándola de soslayo.

—Y la sé —exclamó contrariada—, llevo un par de días de viaje y estoy… cansada.

—¿Cuándo salió de Inglaterra?

—El sábado, y con retraso de una hora. Llegué a Johannesburgo ayer —añadió a modo de excusa—, y el vuelo hasta aquí aterrizó a las siete de la tarde más o menos, también con retraso…

—¿Es consciente de que le esperan unos seis días más de viaje hasta llegar a Tristan?

—Lo soy, pero supongo que podré descansar en el barco. Así que no me preocupa mucho —contestó con desdén.

Embarcaron y el capitán se despidió de la profesora nada más acompañarla a su camerino. A pesar del aspecto descuidado del exterior, los camerinos estaban bien cuidados y eran amplios. Cuando hubo guardado las maletas en los diferentes armarios se percató de que el barco había zarpado sin darse cuenta. Miró por la escotilla y observó como el océano se extendía hasta perderse en el horizonte. Decidió salir a cubierta y observar como la ciudad se quedaba atrás, iniciando así la parte final del viaje de esta nueva etapa.

El fuerte viento que soplaba le obligó a hacerse una coleta y a resguardarse un poco. Divisó Clifton, la zona donde había pasado la noche, y recordó el viaje desde el aeropuerto hasta allí. El taxista solo hablaba afrikáans y le costó mucho indicarle el destino. Cansada como estaba y con el sueño que tenía se vio obligada a escuchar un aburrido debate político que el conductor tenía puesto en la radio.

Sumida en sus pensamientos se vio sorprendida por el griterío de unos marineros que hablaban en la distancia. Les observó, no eran mucho más jóvenes que el propio capitán del barco. Fue entonces cuando recordó con recelo la regañina que le ha había dado sobre el poco conocimiento que tenía sobre Tristan da Cuhna.

Trató de buscarlo por la cubierta por lo que decidió investigar un poco y caminó hasta la proa para luego volver a popa. Uno de los marineros al toparse con ella se presentó como el más joven de todos, tenía diecisiete años recién cumplidos y era su segundo viaje a bordo del Edimburgh. Se excusó rápidamente al escuchar su nombre en babor por lo que se marchó haciendo una reverencia a la profesora. 

Sus pasos la llevaron de nuevo al camerino. Cogió una bolsa e introdujo en su interior una libreta junto con un bolígrafo, un libro y una manzana. Después de eso, se encaminó a proa y se sentó en una zona donde el viento no molestaba y podía estar tranquila. 

El sol estaba en su zenit cuando el capitán Green apareció en cubierta y al verla se acercó. La profesora le miró de reojo, el traje que ahora llevaba se parecía más al de un capitán de barco, la americana y el pantalón blanco a conjunto le daban un aspecto más ilustre y digno. El capitán le dedicó una sonrisa, sacó un cigarrillo y se lo llevó a la boca. 

—¿Quiere uno? —dijo ofreciéndole el paquete.

—No fumo —contestó cerrando el libro que estaba leyendo.

El capitán se encogió de hombros y dio una larga calada.

—¿Qué está leyendo? —preguntó tras expulsar el humo.

—Moby Dick —anunció mostrándole la portada.

—No lo conozco —exclamó frunciendo el ceño—, ¿de quién es?

—¿Cómo? Es de Herman Melville —espetó sorprendida—. ¿No conoce este libro? ¿Qué clase de marinero es usted?

—Uno que no cree en ballenas blancas asesinas… —señaló burlón.

Al ver la sonrisa picaresca del capitán la profesora desvió la mirada al horizonte.

—No se enfade, solo estaba bromeando.

—Se estaba riendo de mí —exclamó molesta.

—¡Eso jamás! —protestó al tiempo que se ponía firme—. Ruego me disculpe señorita Morris, no era mi intención ofenderla.

La profesora se levantó haciendo una mueca con los labios y se acercó a la barandilla dándole la espalda.

—Si quiere que le perdone tendrá que contarme algo acerca de Tristan da Cunha que yo no sepa —exigió—. Quiero conocer las peculiaridades del lugar a donde voy, aquello que no se encuentra en los libros. ¿Acepta capitán?

El capitán asintió y se acercó también a la barandilla.

—¿Empezamos ahora? —propuso guardando el libro en la bolsa.

—En Tristan da Cunha no solemos tratar de usted a la gente. Se nos hace muy incómodo… —informó el capitán volviéndose hacia ella.

Se miraron fijamente uno segundos hasta que el capitán arqueó una ceja y la profesora se llevó las manos a la boca.

—¡Perdona! —exclamó avergonzada—. Puedes llamarme Eva.

—Perfecto, Eva. Puedes llamar Capitán.



Tristan da Cunha: ¡Ponle nota!

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